Hacía frío y yo estaba muy nerviosa. Después de años (más de diez, me dí cuenta de repente) de estudiar como una autómata, digna personificación de los niños-salchicha de “The Wall”; de pronto mi carrera universitaria no tenía mucho sentido ni para mí ni para mi nerd interior (esa que siempre, tarde o temprano, resuelve que mi vida no es tan interesante como para dedicarle más tiempo que al estudio). Me había quedado dormida en el colectivo (porque aunque hacia frío me daba el sol y aunque tenía mucho que estudiar también tenía que trabajar, entonces también tenía mucho sueño) y había terminado en algún lugar lejano de Rivadavia (digamos Flores, Floresta, floripondio, etc); me había tomado un colectivo de vuelta (gastando ese precioso metal en el que se han convertido últimamente las monedas) y había llegado a la facultad. Tarde, pero seguro. Estoy por el pasillo cuando veo por el vidrio de la puerta a mi profesora (una mezcla poco feliz entre Laura Ingalls y la maestra de Laura Ingalls, la que le pegaba con el puntero) levantándole el dedito a un compañero. Sonamos dije, está entregando los parciales.
((Hace unos años me tocó en suerte una de esas pre-púberes ad-honorem ad-hoc profesoras “soymásjovenquevosyséeldoble”. La experiencia fue nefasta. Sólo basta con contar que después de corregir el primer parcial empezó a repartir diccionarios porque ella sabía que “acá hay gente con faltas de ortografía”. Y si no basta, podemos citar su frase magistral, mientras miraba como escribía mi segundo parcial: “ah, tu letra es fea pero grande….lastima que sos tan desprolija… parece como cuando mi gato babea mis hojas”. Si no basta con eso, basta conmigo! ))
Que la primera frase que uno oiga cuando entra a un aula sea “eso no se hace” conspira bastante contra la voluntad de progreso de uno. Yo, que había tomado más colectivos y menos café del que correspondía, no me inmuté y me senté al fondo. Su segunda frase fue “voy a tomar lista”. Menos mal que llegué, pensé. Es sabido que el tema de las asistencias es muy relativo, por lo cual todos especulamos con la benevolencia y/o tolerancia y/o vista gorda de nuestros beneméritos profesores filosóficos y letricos. Bueno, más bien tétricos.
Parece que en este caso a Laurita Ingalls le faltaban todos esos componentes (benevolencia, tolerancia, vista gorda, etc). Se acomodó en su silla y empezó a leer la lista que los supuestos presentes habíamos firmado. De los que nombró, estábamos menos de la mitad.
Su frase final fue: “esto es para que vean como son las cosas. Acá hay algunos vivos que subestiman a los profesores jóvenes en cuanto a su capacidad de vigilar que se cumpla el reglamento. Hablemos de los movimientos por los derechos civiles”
Aha! Hablemos! Pensé. Pero ella se refería a aquellas laxas agrupaciones de negros del sur norteamericano de la década del ’60. Claro, en el reglamento también se pide que se cumpla el programa de la materia, no?